El apologista de la luz
Se dijo que ése era el sitio, que allí cambiaría su vida para siempre, y tomó posesión del terreno en una acción discreta pero formal. Quería dejar todo lo demás en el pasado. Incluso su nombre y, por supuesto, la duda de que su mujer lo había engañado con el hijo de un suizo. Por eso los chiquillos tenían ojos celestes. No diría cuál era su profesión, o cómo se había ganado la vida hasta ese momento. Diría que no tenía nada, casa ni dinero. Solo lo que llevaba puesto y una mochila con un calzoncillo, dos pares de medias y una camisa celeste.
Mientras iba dándole forma a su proyecto, se instaló bajo el mejor árbol para reflexionar la idea de montar una gran carpa con tablones a manera de bancos.
Fue descubriendo el poblado en sus caminatas nocturnas. En las noches sin luna deambulaba, lento, mirando los portales vencidos de las casas cubiertas de verde humedad. Al poco tiempo se dio cuenta de que no había plazas, ni bancas, ni parques y eso lo contrarió.
Las siguientes dos noches no abandonó el terreno; allí se sentía a salvo. Imaginaba formas de proponer la idea. Disfrutaba con el descubrimiento de esta experiencia distinta a la conocida. Nada de mesías, maestros ascendidos a miles de kilómetros de distancia, liturgias, arrodillamientos, fanatismos, golpes de pecho, pecados o inciensos multicolores. Y sobre Dios, vaya, sobre Dios no sabría qué decir. Tal vez nada. Dedujo que allí radicaría la diferencia. ¿Aceptaría la gente un sermón –particular expresión– inspirado sin mencionar a Dios?
Sus ideas avanzaban por el camino nocturno. Quería saber cómo pensaba la gente, en qué creían; porque creer no es lo mismo que pensar. Debía mostrar algo diferente a lo escuchado por miles de años. Su palabra. Su conocimiento.
Necesitaba comprender por qué un pueblo no era como los demás y lo estaba descubriendo. Él debía conocer todo, por esto estaba allí.
La segunda noche del «encierro» terrenal, cayó en cuenta de que no había iglesias ni templos. Abrió los ojos y miró al cielo. Un tropel de pensamientos le embarulló la conciencia. Sintió de verdad que ese podría ser el inicio de algo, el principio de su proyecto.
Escudriñó un poco más y recordó que en esos días no había visto a los niños ir a la escuela. Algo pasaba allí y el destino le ponía en el camino la oportunidad de su vida: un proyecto trascendente. Divagó más. Todas las mujeres lo miraban a los ojos. Preguntó por qué. Cerró los ojos pero veía las estrellas con nitidez. Tuvo un sobresalto. Se levantó y las estrellas seguían allí. Prestó atención a los ruidos del entorno; no escuchaba el sonido del agua de la quebrada contra las rocas, cerca del terreno. Silencio. Una euforia repentina le hizo pensar que estaba en otro espacio, un lugar desconocido. Estuchó hasta donde le llegaba la imaginación, queriendo captar palabras, esas necesarias para su obra.
Esa mañana caminó por el pueblo, fue a una tienda y solicitó enormes cantidades de tela impermeable rosada.
Se vio arengando desde el púlpito, los ojos de todos pasmados en el estrado sin perderse movimiento alguno del prestidigitador que hacía aparecer palabras, cambiar ideas, despertar sonrisas y acallar llantos. El aire rosado de la carpa circulaba a raudales y una atmósfera fresca avanzaba entre la gente. El hombre agitaba las manos, hacía ademanes, miraba al infinito.
«La luz», repetía sin cesar, «la luz que me ilumina se la transfiero a ustedes», mientras gesticulaba sobre las cabezas de la gente, «para que sientan este poder que tengo, porque iluminarse es alcanzar el todo y ustedes, descreídos y sin religión, verán esa luz a través de mí, porque si es que hubo anteriores, están bien muertos y yo estoy aquí en la cúspide del Occidente para decirles a ustedes lo que verdaderamente es». Los ojos de la gente se llenaron de luz enceguecedora que él sintió como un vuelco a otra dimensión.
Respiró agitado y su grito llenó la sala. Dos hombres lo sujetaban contra la cama al tiempo que una enfermera le aplicaba su dosis de haloperidol. Ella le sonrió: «¿Todavía sigue bajo la carpa rosada hablando de la luz que todo lo llena?». Él la miró, volvió a perderse entre los laberintos y se enrolló bajo el árbol del terreno, mientras el sonido del agua de la quebrada subía por el camino de hormigas para disiparse en un mediodía de polvo.
Del libro Entonces percibo el silencio (2016). © Marco Ponce Adroher